Seguramente habrás leído o escuchado en algún lugar que la autoestima se forma durante nuestra infancia y que esta nos condiciona de por vida. Pero esto no es cierto del todo.
Frecuentemente se tiende a unir la autoestima con el autoconcepto y, aunque son conceptos diferentes, en este artículo voy a utilizar ambos términos indistintamente.
Pero para que nos hagamos una idea de lo que ambos significan, de forma muy resumida el autoconcepto es la idea que tenemos acerca de nosotros mismos, mientras que la autoestima es la valoración que realizamos sobre nuestra persona.
Indice
¿Puede cambiar la autoestima?
La autoestima no es algo que se forma durante la infancia y ya. La valoración que hacemos sobre nosotros mismos, sobre nuestras actuaciones, sobre nuestra inteligencia, nuestra personalidad, etc, cambia a medida que vamos creciendo, enfrentándonos a diferentes situaciones y depende también de nuestro estado de ánimo.
La autoestima no es un concepto estático, por tanto se puede mejorar.
Bien es cierto que si construimos una idea sobre nosotros mismos, la aceptamos y aunque no nos guste, seguimos fortaleciéndola durante años y años, el proceso para mejorar nuestra autovaloración llevará más tiempo.
Un ejemplo de la formación y las consecuencias de una baja autoestima
Para entender como reforzamos las creencias acerca de nosotros mismos imagina el siguiente caso:
Helena tiene 35 años, sigue en casa de sus padres y hace tres años que terminó un grado en historia del arte. Le ha surgido una buena oferta de empleo, pero se niega a ir a la entrevista. Siempre le ha costado aprobar, no por falta de inteligencia, pero como experimentaba mucha ansiedad, se bloqueaba los días previos a un examen y anticipaba que se iba a quedar en blanco en los exámenes, lo que al final acababa cumpliéndose.
Helena llegaba incluso a decirse que no había estudiado, que no había podido estudiar porque la ansiedad no la dejaba, y eso que llevaba estudiando desde el primer día del curso, pero nada, como los días anteriores al examen no había estudiado todo lo que creía necesario, concluía que no había estudiado.
Con esa idea llegaba al examen, tan convencida de su poco esfuerzo, que las respuestas no le venían a la mente y cada vez que se quedaba en blanco, se decía a sí misma que le ocurría porque no había dedicado el suficiente esfuerzo a la asignatura.
Antes de esto, cuando Helena cambió del colegio al instituto a las 11 años y se vio la más joven de ese nuevo lugar, se empezó a sentir desprotegida. Siempre había sido un poco tímida, pero su timidez aumentó y empezó a ponerse nerviosa en todas las interacciones sociales a las que se exponía en el instituto.
Llamaron del instituto y sus padres tuvieron una charla con ella. En esa charla su padre le dijo que era una persona débil, y que eso le hacía parecer rara ante sus compañeros, que con esa actitud no iba a integrarse nunca y que eso sólo podía resolverlo ella, ya que ella era la culpable de que eso le estuviera pasando.
Helena intentó por sus propios medios superar aquello, pero cada vez que intentaba preguntar una duda en clase a un profesor o a algún compañero, sentía un nudo en el estómago y se le quitaban las ganas. Aceptó que era una persona débil y asumió que eso era negativo y que no podía cambiarlo.
Este concepto que Helena tenia sobre sí misma se fue arraigando y pasó a formar parte de su vida con la consecuente valoración de sí misma como una persona incapaz, dependiente de los demás y débil.
Además esa autovaloración que realizaba de sí misma provocó que la ansiedad empezara a hacerse un hueco en su vida y cada vez que tenía que enfrentarse a un reto, la sensación de opresión en el pecho y el nudo en el estómago la llevaban a no hacer nada, lo que confirmaba la creencia de que ella no tenía las mismas capacidades que los demás, era inferior y rara, todo le costaba mucho más que al resto y todo la sobrepasaba. Era una persona débil.

Desmontar esta valoración costará tiempo y bastante esfuerzo, ya que Helena lleva más de 15 años diciéndose a sí misma que es débil, actuando como si fuera inferior al resto, como si no tuviera las mismas capacidades que los demás e interpretando el mundo como algo peligroso, lo que hace que Helena experimente ansiedad ante diversas situaciones.
El cambio de esa valoración no será algo fácil, pero desde luego no es imposible.
Dimensiones de la autoestima
La autoestima tiene dos dimensiones, una global y una específica (Rosenberg y Schooler, 1989).
A nivel global, se entiende la autoestima como la valoración positiva o negativa hacia uno mismo. Esta valoración se relaciona directamente con el estado físico y mental de cada persona y con el grado de respeto y aceptación que tengamos hacia nosotros mismos.
A nivel específico, la valoración que realizamos sobre nosotros mismos depende del área donde realizamos esa evaluación. Haeussuler y Milicic (1988) proponen la existencia de las siguientes áreas específicas en la valoración de la autoestima:
Dimensión física
Se refiere al nivel de atractivo físico que percibimos acerca de nosotros mismos, a cómo nos valoramos en función de los criterios que utilizamos para definir ese atractivo: sentirse fuerte, ser valiente, armonioso, etc.
Esta dimensión hace alusión al sentimiento de pertenencia a un grupo, ese decir a si percibimos que los demás nos aceptan y sentir que formamos parte de un grupo. Aquí entra también el sentirse competente al enfrentar diferentes situaciones sociales.
Dimensión afectiva
Referida a la percepción y aceptación de nuestra personalidad: ser tímido, simpático, alegre, etc.
Dimensión académica
Se basa en la valoración que hacemos acerca de la capacidad para hacer frente a situaciones académicas o laborales con éxito. También se refiere a la autovaloración que hacemos sobre nuestra inteligencia, creatividad u otras capacidades de tipo intelectual.
Dimensión ética
Se asocia a la valoración que realizamos de ciertos atributos relacionados con nuestros valores: ser responsable, trabajador, ser buena persona, etc.
¿Qué es necesario para tener una buena autoestima?
Para mejorar la autoestima es necesario, lo primero, que tengamos un buen conocimiento sobre nosotros mismos, saber cómo funcionamos a nivel mental, emocional y físico. Esto permitirá que realicemos una evaluación real acerca de nosotros sin necesidad de compararnos con los demás.
Para tener una autoestima saludable tenemos que sentir que somos eficaces, confiar de forma realista en nuestras propias capacidades. Por tanto, desarrollar el sentimiento de autoeficacia y de autoconfianza es algo básico para que nos veamos de forma positiva y realista.
Sentir que tenemos derecho a ser felices, olvidar el autocastigo y pensar verdaderamente que tenemos los mismos derechos a lograr lo que deseamos, a conseguir éxitos y a sentirnos orgullosos de nosotros mismos es muy importante para desarrollar una buena autoestima.
¿Cómo mejorar la autoestima?

Descubre el motivo de tu baja autoestima
Antes de comenzar a mejorar tu autoestima, es importante que ahondes en el origen de esa baja autoestima.
Los motivos son diferentes en cada persona.
En numerosas ocasiones los temores que tenemos en la actualidad vienen de muy atrás, se han ido formando desde nuestra infancia y se han asentado en nosotros formando falsas creencias acerca de nosotros, de los demás y de cómo funciona el mundo.
Si hay algo que te gustaría mejorar, pero que a la hora de comenzar esa mejora hay algo que te echa para detrás, puedes hacerte estas preguntas para descubrir el origen de tu problema:
¿Por qué crees que te ocurre esto ahora?
¿Recuerdas alguna ocasión en la que te hayas sentido de forma similar? ¿Y alguna ocasión anterior a esta?
¿Cuál fue la situación en la que te ocurrió? ¿Qué ocurrió?
¿Quiénes estaban contigo?
¿Ves alguna relación entre ese acontecimiento y el actual?
Proponte mejorar un aspecto de ti mismo e inténtalo sin miedo a fracasar
¿Quién no se ha propuesto realizar un cambio o una mejora personal y al final, antes de comenzar se ha autoconvencido de que es mejor no intentarlo?
Esto suele ocurrir porque nos proponemos objetivos muy amplios, poco específicos, que se consiguen a largo plazo u objetivos que nos parecen que superan nuestras capacidades.
Pero si desglosamos esos objetivos en pequeños pasos más específicos, nos daremos cuenta de que no son tan difíciles de conseguir.
Establece una meta general y divídela en objetivos más específicos, empezando por aquellos que percibas que no te supondrán un esfuerzo imposible de realizar.
Por ejemplo, si mi meta es mejorar mi salud porque llevo un par de años en los que no me cuido nada, primero pregúntate:
¿Por qué siento que no me cuido nada? ¿Qué cosas hago o no hago que me hagan pensar que no soy una persona saludable?
Tal vez esa respuesta podría ser:
No hago nada de ejercicio, como comida precocinada o congelados la mayor parte de los días, fumo y consumo mucho azúcar.
Estas conductas, actitudes o hábitos son los problemas a lo que has de dar solución.
Ahora intenta ponerles una solución.
Si quieres empezar a hacer algo de ejercicio, establece una primera meta realista. Si nunca te has tomado en serio el hacer algo de deporte, la primera meta sería conseguir ir a dar un paseo todos los días de la semana durante media hora.
Luego puedes añadir dificultades a esta meta: en lugar de andar durante media hora, aumentar la distancia recorrida en el mismo tiempo, o hacer la misma distancia pero corriendo, etc.
Identifica las dificultades que puedas encontrarte y establece un plan para hacerlas frente.
Si por ejemplo, resulta que hay días que sales de trabajar dos horas más tarde ¿Cómo podrías hacer para cumplir esa primera meta?
Y ¿Qué ocurre si fracasas? Al menos lo has intentado, y esto hará que te veas más capacitado que si no te hubieras puesto en marcha, lo que mejorará la percepción que tienes de ti mismo. Además, al fracasar puedes identificar qué elementos han influido en ese fracaso para poder hacerlos frente en otras ocasiones.
Los intentos forman parte de la vida, los fracasos y los logros también. De ambos aprendemos, de ambos sacamos beneficios. El error está en pensar que cuando no conseguimos lo que nos proponemos es porque no somos capaces, cuando realmente nuestra capacidad está ahí, si no ni siquiera hubiéramos conseguido fallar.
Piensa en las que cosas que has ido consiguiendo a lo largo de tu vida
Cuando tenemos un estado de ánimo triste, depresivo o ansioso tendemos a ver sólo aquello que no hemos conseguido y a percibir errores donde no los hay. Esto es normal porque tu estado de ánimo te ayuda a percibir así las cosas, si tu estado de ánimo está en modo off, tenderás a ver las cosas en modo off.
Pero ¿Realmente toda tu vida ha sido tan negativa?
Mira hacia atrás y haz un recorrido por todas las cosas que has ido logrando a lo largo de los años y siéntete orgulloso de ello, porque seguro que hay muchas que te han exigido mucho esfuerzo y dedicación.
Ser conscientes de nuestros logros nos ayuda a mejorar la percepción que tenemos de nosotros mismos.
Descubre tus valores y actúa en torno a ellos
Los valores forman la estructura de nuestro pensamiento, nos hacer ser más conscientes de la intención de nuestros comportamientos y hace que percibamos de forma más congruente el cómo pensamos, sentimos y actuamos.
Ser conscientes de qué es lo que realmente valoramos nos da una mayor coherencia acerca de nosotros mismos, permite que tomemos mejores decisiones y nos ayuda a la hora de conseguir nuestras metas.
Actuar según nuestros valores nos ayuda a no ver los intentos fallidos como un gran fracaso y a enorgullecernos de nosotros aunque no hayamos logrado algo por lo que llevamos luchando bastante tiempo.
Por ejemplo, si valoramos la perseverancia, la constancia, el esfuerzo o la superación personal y resulta que a pesar de dedicar tiempo a estudiar, haber renunciado a actividades que nos reportarían un mayor bienestar a corto plazo, de haber madrugado durante dos meses a pesar de que nos cuesta mucho, y aún así resulta que llegan las notas y el último examen lo hemos suspendido, podremos sentirnos orgullosos de nosotros mismos por haber cumplido con aquello que valoramos: el esfuerzo, la superación y la constancia.
No te valores en función de los demás
Cuando nos valoramos en función a lo que los demás esperan de nosotros o cuando la valoración que hacemos resulta de la comparación con otros, no nos estamos valorando a nosotros mismos, sino que nos estamos valorando en función a cómo nos perciben los demás.
Esto suele ocurrir por el temor a la soledad o al rechazo. Cuando esto ocurre, nos valoramos en función a la aprobación que recibimos de las personas que son importantes para nosotros y, aunque satisfagamos esa imagen que queremos dar, no nos estamos aprobando a nosotros mismos, sino a los demás, lo que muchas veces se salta el punto anterior, no actuamos según lo que valoramos nosotros, sino lo que valoran los demás.
Respétate y perdónate a ti mismo
Todos tenemos el mismo valor como personas, con nuestras virtudes y nuestros defectos. Esto no quiere decir que no intentemos mejorar ciertos aspectos de nosotros mismos, pero no hay nadie que sólo tenga virtudes, igual que tampoco hay nadie que únicamente posea defectos.
En numerosas ocasiones al cometer un error, nos auto castigamos o nos criticamos por aquello que hemos hecho mal, cuando no hay ninguna forma de solucionar lo que ya se ha realizado. Castigarte no sirve de nada.
Si te das cuenta, cuando un amigo o un familiar comete un error, o algo no le ha salido como esperaba, no le dices las mismas cosas que te dices a ti en situaciones similares ¿Verdad? En ocasiones en las que percibas esa autocrítica, intenta verte a ti como a tu amigo y cambia ese diálogo interno por lo que le dirías a él o a ella.
Escrito por Esther Blázquez Álvarez, psicóloga en Epsiba Psicología.
¿Te ha parecido interesante? Compártelo
Si tienes alguna duda o deseas pedir una cita puedes hacerlo a través de la página de contacto